Un pequeño empresario de la ciudad provinciana de Piura sufre la
extorsión por parte de una sociedad mafiosa; a mil kilómetros de allí,
en la capital, un multimillonario limeño planea una venganza contra sus
dos hijos, un par de sinvergüenzas que amenazan con destruir la fortuna
familiar. Estas dos historias discurren en paralelo y, como suele
ocurrir en las novelas del autor, terminan por confluir de forma
sorprendente.
Vargas Llosa las maneja con la desenvoltura profesional que le
caracteriza y consigue una novela con héroes en clave menor, menos
sórdida y más luminosa que en otras ocasiones. Esto no quiere decir, por
supuesto, que no se reiteren temas y personajes obsesivamente
frecuentes en su mundo literario. Vuelve el sargento Lituma, aunque no
salgan las cuentas desde su primera aparición en La casa verde (1966). Vuelve don Rigoberto, el erotómano cultivado de Los cuadernos… (1997) y de Elogio de la madrastra
(1988). Por la misma razón algunos temas recurrentes, como las
fantasías eróticas, hacen su aparición, aunque no ocupen el primer
plano.
Hay, sin embargo, una voluntad por centrarse más en las personas
“decentes”, dentro de los cánones de una moral laica y burguesa, que en
otros personajes perturbados o siniestros. Las grandes novelas de Vargas
Llosa, como La fiesta del chivo o Conversación en la Catedral,
han creado monstruos memorables, personajes malvados hasta límites
diabólicos. Nada de esto se encontrará en su último libro, en donde los
malos se comportan como simples monigotes y los héroes son, según reza
el propio título de la novela, grises y discretos ciudadanos.
Vargas Llosa, en los últimos tiempos, parece interesarse por la
revelación del mundo de la luz, más que por el de las tinieblas que fue
el que le consagró. El sueño del celta era la fallida revisión
histórica de un auténtico héroe que, sin embargo, tenía una vida oculta
de pederasta. En cambio, Felícito Yananqué, el honrado empresario
piurano, tiene debilidades más perdonables. Sobre todo destaca por su
valentía frente a la extorsión y, seguramente, porque quiere mostrarse
en él a un ejemplo del milagro económico peruano de los últimos años. El
color local de Piura, ciudad amada por Vargas Llosa, y de los barrios
elegantes de Lima son otros de los puntos fuertes de esta novela que,
sin ser ni de lejos una obra maestra, se deja leer con agrado y se sitúa
en un punto medio dentro de la prolífica y desigual trayectoria de su
autor.
Mario Vargas Llosa: El héroe discreto, Madrid, Alfaguara, 2013.
jueves, 17 de octubre de 2013
lunes, 17 de junio de 2013
Jesús Carrasco, Intemperie
Hay algo anacrónico en la historia de un niño que escapa del hogar, por una razón misteriosa, y que se enfrenta solo a una llanura sin límites hasta que encuentra la compañía de un viejo pastor de cabras. El inusitado éxito de este libro lleva a pensar que la literatura española vuelve a inspirarse en los relatos hambrientos de la posguerra. Pero no es así. Hay muchas razones para pensar en esta novela como una "rara avis" dentro de su propia tradición, la española. Para empezar, lo obvio, que sería situarla como un retorno a esa literatura del terruño, no explica por qué Intemperie ha tenido un éxito internacional antes que en la propia España. Esto nunca les pasó a nuestros narradores mesetarios: Delibes, Fernández Santos, el multipremiado Cela y tantos otros. Jesús Carrasco, a diferencia de sus aparentes maestros, elimina toda referencia concreta porque quiere dar a su historia un sentido universal. Hubiera sido demasiado evidente desviar la lectura hacia una visión de la Castilla o la Extremadura profundas en tiempos de Franco. Pero esta novela no ha hecho concesiones a la facilidad.
Muchos han señalado el nombre de Delibes. Sin embargo, el autor de El camino respira amor por el campo y sus personajes. Delibes nunca escribiría: "Guárdate de los hombres del pueblo". En Intemperie la llanura, con sus azotes de sol, sed y hambre, es una maldición bíblica.
Por el contrario, la aventura de un niño y un hombre experimentado en medio de un mundo unánimemente hostil nos conduce al Cormac Mac Carthy de La carretera. El propio autor ha reconocido su deuda con este tipo de literatura norteamericana, incluso con el western. Y otra relación de parentesco, que no sé si ha dicho ya, es la que se puede encontrar con Juan Rulfo. Por un lado, se siente todo ese sentimiento de orfandad enmarcado en un páramo espantoso, las caminatas bajo un sol devorador y la nostalgia del agua que sólo aparece muy de vez en cuando. También está ese tono seco y poético que otorga el fraseo de oraciones sin verbo, el modo con que se juntan los sonidos, la misma música de las palabras.
Dos aspectos más me llaman la atención de esta novela poderosa. Uno de ellos es el ritmo de la acción. Aunque se advierte un cuidado extremo en la elaboración de las imágenes, el narrador no se engolosina hasta el punto de que se le olvide contar una historia. Se disfruta de una trama muy bien llevada, con dos escenas terribles estratégicamente localizadas a la mitad y al final de la novela.
La otra cuestión hace referencia a la simbología cristiana que da sentido al relato. Hay un buen número de indicios, pero me limitaré a a señalar sólo algunos. Repare el lector en la figura de Jesucristo que preside el castillo donde el muchacho encontrará refugio; piense en el pastor lector de la Biblia, o en el alguacil, que es asimilado con el mismo Satanás; recuerde, por último, los episodios de la flagelación de Jesucristo, o en el abrazo del padre en la parábola del hijo pródigo. Todo esto y mucho más, sumado a la frase final, lleva a pensar que estamos ante una novela que juega de forma ingeniosa y profunda con muchos textos, desde la novela norteamericana de carretera hasta el relato de la pasión de Jesucristo. De ahí que, en medio de las soledades de una España mitica, este relato trágico y doloroso encuentre al final un margen para la esperanza.
Jesús Carrasco: Intemperie, Barcelona, Seix Barral, 2013.
Jesús Carrasco: Intemperie, Barcelona, Seix Barral, 2013.
jueves, 7 de marzo de 2013
Tierra de fuego, de Adam Zagajewski
(Este lector se ha consentido un parón vacacional demasiado largo y ahora vuelve a incluir reseñas... aunque no sean mías, sino de mi hijo Santiago. Y aquí la cuelgo, justamente orgulloso, creo.)
Adam Zagajewski es uno de los poetas polacos contemporáneos
más reconocidos internacionalmente, de la conocida generación del 68, en la que
se encuentran grandes voces como Wislawa Szymborska, Czesław Miłosz, Zbigniew
Herbert, Józef Czapski... Nació poco después de la Segunda Guerra Mundial, por
lo que no sufrió los horrores de la guerra. Sin embargo, su familia fue
expulsada de Lvov (actualmente Ucrania) y se trasladó a Gliwice.
En Tierra del fuego se perfilan una gran cantidad de escenarios:
ciudades invernales, bosques, alguna playa, un autobús, un tren, un aeropuerto,
la vista de Delf de Vermeer, las casas de Lvov o de Praga… La mirada del poeta
se detiene en una gran variedad de lugares comunes, descubriendo en ellos
atisbos de belleza, de verdades ocultas por dondequiera que pasa. Se desliza
por todas y cada una de estas situaciones, sorprendiéndose como un viajero. Al
igual que el turista, tiene el anhelo de entender algo en él que no comprende,
pero que, sin embargo, le resulta familiar.
La única manera de saciar ese
anhelo es la poesía, que puede captar esa realidad inaprehensible y misteriosa
de la vida. El valor de la poesía reside en ese gran poder de actualizar una
experiencia y comprenderla, pues como dice el primer poema, Concha:
Un poema es capaz de retener el eco
de la tormenta, como la concha que tocó Orfeo
al escapar. El tiempo arrebata la vida,
y devuelve la memoria, dorada por las llamas
y negra por las ascuas
El poema está por encima de la
vida, del pasado, que rescata dorado por el recuerdo. Como una concha, conserva
el eco de las olas del mar, que resuenan en el momento en el que se lee el
poema, evocando la playa en la que una vez estuvo la concha. Pasado un tiempo,
se comprende finalmente el sentido de aquellas situaciones, que solo pueden
recogerse en una concha, y por tanto, solo pueden ser escuchadas en el mismo
sitio.
La poesía se encuentra en un
término medio entre el pasado y el futuro, pues “Lo que venga será invisible/y ligero./Lo que existe, vacila entre la
ironía/y el temor./Lo que perdure será/azul como el ojo/de una guillotina”.
El resultado, que no deja de pasar por la guillotina, es un azul claro como el
iris. El poeta tiene la certeza de que el futuro
es inaprehensible y el presente se encuentra en un constante forcejeo entre
ironía y temor (pues Zagajewski, aunque más veladamente, también utiliza esa
ironía tan característica de poetas como Szymborska). Por eso, la poesía de
Zagajewski es atemporal, abierta y libre:
Iba por una ciudad medieval,
por la tarde o al alba,
era muy joven o
bastante viejo.
No llevaba ningún reloj
ni calendario, sólo la terca sangre
que medía una eterna lejanía.
Podía volver a empezar
esta propia o impropia vida,
todo parecía sencillo,
las ventanas no cerraban del todo,
los destinos ajenos, entreabiertos.
En primavera o al comienzo del verano,
muros calientes,
un viento suave como la piel de una naranja,
era muy joven o bastante viejo,
podía escoger, podía vivir.
Es por ello que no pasa
desapercibida una esperanza latente expresada por medio de imágenes de una
increíble belleza. En Para M, por
ejemplo:
Un día, el mar, oscuro, amenazaba,
sobre la superficie arrugada del agua
pasaban orquídeas de tormentas.
O en Lo que pasó:
Cuatro toneladas de muerte yacen en la hierba
y duran las lágrimas secas entre las hojas del herbolario.
La belleza contenida en estos
versos produce un deslumbramiento ante una realidad superior. Ante esa belleza,
el poeta quiere ver las claridades, chispas de belleza, a cada momento. Por
eso, la tierra ardiente es uno de los temas fundamentales del libro. En el
poema del mismo título, el poeta invoca a aquel que puede “ver nuestras casas por la noche y las finas paredes de nuestras
conciencias” en una oración profunda:
Innombrable, invisible, silencioso,
libérame de la anestesia
llévame a la Tierra del Fuego,
llévame allí, donde los ríos
fluyen verticalmente, verticalmente fluyen
ríos horizontales.
Probablemente evocando al Infierno de Dante, Zagajewski despierta la atención sobre
el fuego, realidad ambigua, que está presente en todo el poemario, y refleja un
aspecto particular de la existencia humana. Por una parte, el fuego despierta
el alma que lo contempla, hace brillar chispazos poesía. Pero ese mismo
elemento se encuentra prometido con la muerte, las cenizas, las ascuas, la
oscuridad. En esa contradicción, reflejo de la condición humana, ahonda el
poeta para descubrir el camino hacia la luz.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)