sábado, 18 de junio de 2011

Kazuo Ishiguro: Nunca me abandones

A pesar de que amigos inteligentes me lo ponían por los cuernos de la luna, nunca me entusiasmó Los restos del día, cuando lo leí allá por el año 91. En su momento se me antojó una novela demasiado correcta, tanto en lo literario como en lo político. La trama, el estilo, los personajes... todo era too much british como para que hubiera salido de las manos de un inglés de toda la vida. Ishiguro había escrito una novela tan inglesa que parecía escrita por un extranjero.
No me metí con muchas ganas en esta otra novela del mismo autor, porque veinte años no es nada y todavía me duraba el aburrimiento del libro que lo había consagrado. Pero para mi sorpresa me encontré con un argumento provocador. Los experimentos médicos con niños, tal y como los cuenta Ishiguro, con esa frialdad que en Los restos del día sonaba artificial, ahora son sencillamente sobrecogedores. Todo transcurre en una época conocida del lector actual, los años ochenta y noventa, pero de pronto van facilitándose datos que nos trasladan a una sociedad materialista. egoista y despiadada. La incomodidad que sentimos no es superficial y quizá nos preguntemos si, en efecto, este mundo nuestro no es tan diferente del que cuenta Ishiguro. Si no hay millones de víctimas silenciosas, como los niños de la novela, que pagan con sus vidas los avances de la ciencia y el bienestar de otros.
Esto, por el lado de los aplausos. En el lado de los abucheos, me temo que a la novela le sobran doscientas páginas. El relato se enreda con detalles innecesarios; la narradora y protagonista, de tan memoriosa que es, resulta cargante. Tanto guiño elegante, tanta alusión a media voz. Ishiguro es sin duda un escritor inteligente al que le gusta establecer una relación cómplice con lectores de altura. Esto está muy bien, pero ya lo hizo Henry James con más talento. Ishiguro, una vez más, demasiado british.

lunes, 13 de junio de 2011

Enrique Baltanás: Trece elegías y ninguna muerte




Ignoro si el título del último poemario de Enrique Baltanás se inspira lejanamente en aquel otro del argentino Baldomero Fernández Moreno: Setenta balcones y ninguna flor. Pero la casi coincidencia me sirve de pretexto para llamar la atención sobre la valentía antisupersticiosa del poeta sevillano: trece elegías. Ni una más ni una menos. Menospreciando el azaroso simbolismo de ese número maldito, la primera parte del libro (las trece elegías), es un recuento, desengañado y esperanzado a la vez, de las torceduras en el camino de la vida. El espléndido poema inicial invita a ingresar en un universo enfriado por el desencanto: “Ven conmigo, lector, por estos secarrales”. Evelyn Waugh aseguraba que, en el momento de su conversión, se sentía el creyente menos entusiasta de Inglaterra. Su decisión, decía, no era fruto del arrebato místico sino del razonamiento. Sin que la poesía de Baltanás pueda calificarse de confesional o teológica, ni remotísimamente, me parece que su punto de partida no deja de tener cierto paralelo con el de Waugh. Mirar, examinar, aprender, sostener, matizar son verbos frecuentes al comienzo del libro.  El secarral del desengaño y el intelecto domina la andadura del un poeta que, no obstante, confía en que exista la luz de fuego al final. Como si no fuera con él, desde fuera, el yo va señalando las etapas de un recorrido doloroso que no concluye en la desesperanza total. Poco a poco se va afirmando la existencia de “alguien que traspasa con su luz las tinieblas./ Que dice que la vida no es absurda”. Y cuando se llega a las últimas elegías, de forma imperceptible, el poeta va girando su foco, alejándolo del escrutinio sobre el mundo y asomándose, muy pascalianamente, a su corazón. La fe no es entonces cosa mentale. “La luz del corazón llevo por guía”, escribía Villamediana. Este descubrimiento compensa de las deficiencias y sofismas que el intelecto encuentra en el mundo actual. Pero no atenúa el sufrimiento, pues la búsqueda en el interior de cada uno revela las propias miserias:

Nos duele la verdad como una espina
en la rosa escogida del rocío.

Con estos hermosos versos se cierra la primera parte del libro, elegíaca por severa y sentenciosa más que porque cante o llore la muerte de algún ser querido.
La segunda parte (Ninguna muerte) sirve de contrapunto a la austeridad formal de la primera. Diríase que Baltanás no puede evitar la belleza del heptasílabo o el endecasílabo clásico, la dicción machadiana, la sabiduría del orfebre. Los temas son semejantes a los de la sección anterior: fe  y razón, desengaño y esperanza se combaten y se dan la mano continuamente. El tempus fugit salta de una página a otra.
 Pero el secarral, anunciado antes como una petición de principios poéticos, empieza a desaparecer a causa de la lluvia fina de las imágenes. “Inventario de invierno: pensamiento”, afirma bellamente este constructor de greguerías en uno de sus poemas.
Retorna el oficio de Baltanás, demostrado en entregas anteriores. En cierta forma, esta renuncia a los pasos que había empezado a dar en el seco arranque del libro puede verse como una claudicación. ¿Puede hablar el poeta sin llanto, sin emoción, sin sonrisa, como se proponía en las primeras elegías? Desde luego unos cuantos poetas sí son capaces, pero no termina de ser el caso de Baltanás. Algo de lo que nos alegramos, por cierto, ya que esto nos permite saborear algunos de sus mejores momentos en este hermoso libro: “Tardías confidencias”, “Ramos de rosas” o “Enero”.

(Enrique Baltanás: Trece elegías y ninguna muerte, Sevilla, Siltolá, 2011)

jueves, 2 de junio de 2011

Claudia Piñeiro: Tuya


Todo comienza cuando Inés, una señora de mediana edad, descubre que su marido le es infiel al encontrar dentro de los papeles de su maletín el dibujo de un corazón con lápiz de labios y la firma de “Tuya”. A partir de aquí, “Tuya” se convierte en una obsesión patética de Inés que va desvelando su mezquindad conforme se enreda la trama y el suspense se hace patente. Inés calla su descubrimiento y sigue a su marido durante días hasta que descubre quién es su amante. La historia va dando varias vueltas de tuerca y, paulatinamente, la que era un ama de casa convencional empieza a volverse una asesina en potencia. Junto a la acción principal, están los problemas de Lali, la hija única que vive un drama a espaldas de sus padres. Sin duda la desconexión con su madre es uno de los alicientes más auténticos de la novela, además de uno de los ingredientes más potentes para crear el efecto de suspense que persiste hasta el final.
La narración se desgrana mediante tres registros diferentes: los informes forenses, las conversaciones telefónicas y la voz histérica de Inés. Lejos de complicar la historia, este recurso le presta una mayor agilidad. Claudia Piñeiro combina hábilmente pasajes escritos desde distintas perspectivas, pero todos ellos unidos por una sobriedad estilística que recuerda al guión audiovisual. No en vano la autora ha sido guionista de televisión
Como en su notable Las viudas de los jueves, Piñeiro recurre a las posibilidades narrativas que ofrecen los desequilibrios íntimos de una respetable familia burguesa. Pocos personajes son necesarios, por cierto, para conformar la acción de esta novela entretenida y  apasionada. El egoísmo de la madre, las infidelidades del padre y la vida desordenada de la hija única adolescente forman un cóctel que, después de agitarlo bien, desemboca en un thriller fuerte y de consecuencias imprevistas.

Claudia Piñeiro: Tuya, Barcelona, Alfagura, 2010.