lunes, 20 de diciembre de 2010

Nikolai Leskov: El peregrino encantado

Una comitiva de viajeros se encuentra en las afueras de san Petersburgo con un extraño peregrino. Enseguida traban conversación y el individuo se anima a contarles su vida, tan vasta y extraordinaria que ocupa toda esta novela fascinante y singular. Su autor, Nikolái Leskov, es un clásico escondido de la gran literatura rusa del siglo XIX. Admirado por Thomas Mann, Maximo Gorki o Walter Benjamin, su obra apenas ha sido conocida en España. Y, sin embargo, resiste bien la comparación con la de los grandes: Tolstoy, Dostoievsky, Turgueniev o Chéjov. Más aún, quizá ninguno de ellos ha estado tan cerca del alma rusa como Leskov, quizá porque trató siempre de dar la palabra a los individuos que pudo conocer entre pueblos y estepas, mientras ejerció a lo largo de años su profesión de viajante. El gigantón Iván, El peregrino encantado, es un prototipo del hombre bueno y al mismo tiempo brutal que puebla los libros de Leskov. Por eso esta obra, que rezuma oralidad por todos lados, está compuesta por cientos de anécdotas tan fantásticas –algunas con un aire picaresco-, que resulta imposible que le hayan sucedido a una única persona en su vida. De niño Iván mata a un monje por culpa de una gamberrada, luego salva a otras personas arriesgando su propia vida, escapa de la finca donde trabaja y trabaja de tratante de caballos, lo secuestran los tártaros, vive experiencias asombrosas con ellos durante diez años, regresa a Rusia, se enamora de una gitana, acaba mal de nuevo, se alista en el ejército y se convierte en héroe de guerra, malvive como un mendigo… ¿Es eso todo? No, sólo una parte muy pequeña de todo lo que le ocurre o de lo que llega a ver en el resto de los personajes que trata. En efecto, el protagonista quiere ser una síntesis de esa amalgama de religiosidad, violencia, curiosidad y humor disparatado que conformarían el carácter del hombre ruso. Alguno dirá que es inverosímil encontrar personas como Iván, pero a Leskov la verosimilitud no le importaba, acaso porque sabía que la realidad puede llegar a  ser  más increíble que la ficción.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Philip Kerr: Berlin noir

Este verano descubrí las novelas de Philip Kerr. Hoy he acabado la última de las seis entregas traducidas de la serie Berlin noir y, de propina, El infierno digital.
Las seis novelas de Berlin noir son un remake a lo nazi de los clásicos del género negro, Hammet y Chandler en particular (y, a partir de la tercera entrega, también hay algo de la novela de espías a lo John Le Carré). El protagonista, Bernie Gunther, es un Marlowe resucitado y puesto en medio del Berlín de entreguerras. Hay que reconocer que Philip Kerr ha sabido construir un magnífico pastiche, sobre todo en sus dos primeras y apasionantes entregas, Violetas de marzo y Pálido criminal. La trama -doble o triple trama más bien-, se enreda, pero nunca llega a los extremos ininteligibles de Chandler. La ambientación histórica es espectacular. Resultan memorables, por ejemplo, los encuentros del protagonista con distintos jerarcas nazis: Heydrich, Himmler o Goering (éste último, acariciando un cachorro de tigre mientras habla con Guther en su casa). Y lo mejor, al menos para mí, es la capacidad de síntesis en los retratos de los personajes y el sentido del humor de Gunther, que ganaría cualquier campeonato mundial del sarcasmo.
Hasta aquí, todo muy bien. Pero Kerr, a fin de cuentas, quiere entretener y, aunque uno envidie su capacidad de hacerlo, no cabe duda de que, como todo autor comercial, tiene que pagar ciertos peajes. El más evidente de ellos es el deseo de sorpresa a toda costa, que en el fondo no es sino una reedición de los viejos trucos folletinescos. Así, en los primeros libros, cuando Gunther está todavía en edad de merecer, Kerr regala al lector con un par de escenas guarrillas bastante obvias. Luego está la búsqueda de escenas de un barroquismo macabro: la primera vez impresiona. Pero en el tercer libro los nazis meten a una chica judía en una máquina de prensar uva delante de Gunther para que éste cante sus secretos. Cuando al final la dejan hecha moscatel, uno piensa: "Amigo Philip, hasta aquí hemos llegado".
Normalmente el género policial me interesa con la misma pasión con que lo termino abandonando por una temporada. Salvo Simenon y alguno más, pocos autores me aguantan más de dos títulos; enseguida me parece que se repiten para mal y no vuelvo a ellos. En el caso de Kerr, a la séptima novela ha sido la vencida y de momento, no creo que me queden ganas de entrarle a otra de las suyas. Aunque, pensándolo bien, después de todo, no es mal promedio.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Nicanor Parra: Parranda larga


A estas alturas puede parecer casi inverosímil que Nicanor Parra todavía no haya obtenido el premio Cervantes. Si, para la consecución del galardón, se tomase en consideración la influencia que los candidatos han tenido en la literatura posterior en castellano, pocos autores podrían alardear de un currículum mejor que el del antipoeta chileno. Pero, en realidad, el olvido de los jurados cervantinos es muy comprensible. Puestos a buscar una explicación, es muy probable que la irreverencia absoluta de Parra haya repugnado a los sucesivos responsables de un premio que, a fin de cuentas, tiene una trayectoria algo solemne y académica. Nada menos afín al autor de Poemas y antipoemas que la seriedad y, si su obra sigue disgustando (o no gustando lo suficiente) en ciertos sectores, es que todavía esconde la carga gamberra y explosiva que quiso para ella su creador hace más de sesenta años.
Esta antología recoge poemas desde la prehistoria literaria del poeta chileno hasta los Discursos de sobremesa (2006). Es especialmente interesante, además, la inclusión de dos textos en prosa, uno de ellos el discurso de bienvenida a Pablo Neruda. El poeta chileno siempre demostró una gran ambigüedad en su relación con Neruda. De un lado está la admiración ilimitada que destila el texto en prosa: “Para algunos lectores exigentes, el Canto general es una obra dispareja. La cordillera de los Andes es una obra dispareja, señores lectores exigentes”, sostiene Parra. Pero de otro lado tenemos el humorismo parriano que no perdona a las vacas sagradas de su país, incluido el autor de Residencia en la tierra. El lector que transite atentamente por su poesía, se percatará de las burlas que padece Neruda, o todo lo que él llegó a representar (Ellos, nuestros abuelos inmediatos/ Unos pocos se hicieron comunistas/ Yo no sé si lo fueron realmente/ Supongamos que fueron comunistas/ Lo que sé es una cosa:/ Que no fueron poetas populares/ Fueron unos reverendos poetas burgueses”). Parra es el primer poeta chileno consciente de pertenecer a una tradición poética importante. Antes que él tiene a Mistral, Neruda y Huidobro. La herencia de semejantes padres literarios –la angustia de su influencia- tiene que notarse y, para deshacerse del peso, no parece quedar otro remedio que el camino de la irreverencia:

Durante medio siglo
La poesía fue
El paraíso del tonto solemne
Hasta que vine yo
Y me instalé en mi montaña rusa.

La selección, como decíamos, es muy extensa y cubre toda la producción del autor. Por supuesto, el fundamental Poemas y antipoemas (1954) aparece sobradamente representado con sus piezas más conocidas. En cambio, a la obra de juventud, todavía deudora de influencias lorquianas, le queda poco margen. Otras zonas poco difundidas de la obra de Parra, sí obtienen más espacio. Así, el lector tiene la oportunidad de disfrutar de los Artefactos, experimentos poético-visuales de gran fuerza humorística. Y lo mismo ocurre con la interesante reivindicación de Huidobro en sus últimos poemas de Discursos de sobremesa. Sin duda Parra es mejor crítico cuando habla de poesía en sus antiversos que cuando se ve forzado a hacerlo en prosa.
En el contexto de cierta sociedad chilena, tan propicia a la rigidez, las provocaciones de Parra no pasaron desapercibidas y lo convirtieron en un icono del inconformismo total. Su deconstrucción sistemática de toda clase de ideologías y religiones lleva a pensar si le queda algo en qué poner su confianza, algo en qué creer Tal vez en los últimos años Parra se ha abocado en serio a la defensa de la naturaleza en peligro. Pero no nos engañemos: el ecologismo parriano se alimenta de una creencia tan sólida como negativa: la fe completa en la estupidez del hombre, acaso una de las pocas y precarias ideas que nunca ha discutido el poeta chileno. En efecto: una especie ruinosa del relativismo posmoderno impregna su mensaje. Atravesamos unos tiempos calamitosos/imposible hablar sin incurrir en delito de contradicción. Para no caer en una desesperación tan absoluta como su propio escepticismo, Parra se disfraza en sus poemas de loco, bufón o payaso y se ríe de todo: del psicoanálisis, del marxismo, del cristianismo, del capitalismo liberal, de la familia, de la sociedad, de las mujeres, de la infancia, y, por supuesto, de sí mismo y de la literatura. No hay, en ese afán antiliterario que le caracteriza, nada tan literario, nada tan exquisito y, a la vez, pasado de vueltas, como la antipoesía de Nicanor Parra.

(Nicanor Parra: Parranda larga, sel. de Elvio Gandolfo, Madrid, Alfaguara, 2010)