lunes, 20 de diciembre de 2010

Nikolai Leskov: El peregrino encantado

Una comitiva de viajeros se encuentra en las afueras de san Petersburgo con un extraño peregrino. Enseguida traban conversación y el individuo se anima a contarles su vida, tan vasta y extraordinaria que ocupa toda esta novela fascinante y singular. Su autor, Nikolái Leskov, es un clásico escondido de la gran literatura rusa del siglo XIX. Admirado por Thomas Mann, Maximo Gorki o Walter Benjamin, su obra apenas ha sido conocida en España. Y, sin embargo, resiste bien la comparación con la de los grandes: Tolstoy, Dostoievsky, Turgueniev o Chéjov. Más aún, quizá ninguno de ellos ha estado tan cerca del alma rusa como Leskov, quizá porque trató siempre de dar la palabra a los individuos que pudo conocer entre pueblos y estepas, mientras ejerció a lo largo de años su profesión de viajante. El gigantón Iván, El peregrino encantado, es un prototipo del hombre bueno y al mismo tiempo brutal que puebla los libros de Leskov. Por eso esta obra, que rezuma oralidad por todos lados, está compuesta por cientos de anécdotas tan fantásticas –algunas con un aire picaresco-, que resulta imposible que le hayan sucedido a una única persona en su vida. De niño Iván mata a un monje por culpa de una gamberrada, luego salva a otras personas arriesgando su propia vida, escapa de la finca donde trabaja y trabaja de tratante de caballos, lo secuestran los tártaros, vive experiencias asombrosas con ellos durante diez años, regresa a Rusia, se enamora de una gitana, acaba mal de nuevo, se alista en el ejército y se convierte en héroe de guerra, malvive como un mendigo… ¿Es eso todo? No, sólo una parte muy pequeña de todo lo que le ocurre o de lo que llega a ver en el resto de los personajes que trata. En efecto, el protagonista quiere ser una síntesis de esa amalgama de religiosidad, violencia, curiosidad y humor disparatado que conformarían el carácter del hombre ruso. Alguno dirá que es inverosímil encontrar personas como Iván, pero a Leskov la verosimilitud no le importaba, acaso porque sabía que la realidad puede llegar a  ser  más increíble que la ficción.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Philip Kerr: Berlin noir

Este verano descubrí las novelas de Philip Kerr. Hoy he acabado la última de las seis entregas traducidas de la serie Berlin noir y, de propina, El infierno digital.
Las seis novelas de Berlin noir son un remake a lo nazi de los clásicos del género negro, Hammet y Chandler en particular (y, a partir de la tercera entrega, también hay algo de la novela de espías a lo John Le Carré). El protagonista, Bernie Gunther, es un Marlowe resucitado y puesto en medio del Berlín de entreguerras. Hay que reconocer que Philip Kerr ha sabido construir un magnífico pastiche, sobre todo en sus dos primeras y apasionantes entregas, Violetas de marzo y Pálido criminal. La trama -doble o triple trama más bien-, se enreda, pero nunca llega a los extremos ininteligibles de Chandler. La ambientación histórica es espectacular. Resultan memorables, por ejemplo, los encuentros del protagonista con distintos jerarcas nazis: Heydrich, Himmler o Goering (éste último, acariciando un cachorro de tigre mientras habla con Guther en su casa). Y lo mejor, al menos para mí, es la capacidad de síntesis en los retratos de los personajes y el sentido del humor de Gunther, que ganaría cualquier campeonato mundial del sarcasmo.
Hasta aquí, todo muy bien. Pero Kerr, a fin de cuentas, quiere entretener y, aunque uno envidie su capacidad de hacerlo, no cabe duda de que, como todo autor comercial, tiene que pagar ciertos peajes. El más evidente de ellos es el deseo de sorpresa a toda costa, que en el fondo no es sino una reedición de los viejos trucos folletinescos. Así, en los primeros libros, cuando Gunther está todavía en edad de merecer, Kerr regala al lector con un par de escenas guarrillas bastante obvias. Luego está la búsqueda de escenas de un barroquismo macabro: la primera vez impresiona. Pero en el tercer libro los nazis meten a una chica judía en una máquina de prensar uva delante de Gunther para que éste cante sus secretos. Cuando al final la dejan hecha moscatel, uno piensa: "Amigo Philip, hasta aquí hemos llegado".
Normalmente el género policial me interesa con la misma pasión con que lo termino abandonando por una temporada. Salvo Simenon y alguno más, pocos autores me aguantan más de dos títulos; enseguida me parece que se repiten para mal y no vuelvo a ellos. En el caso de Kerr, a la séptima novela ha sido la vencida y de momento, no creo que me queden ganas de entrarle a otra de las suyas. Aunque, pensándolo bien, después de todo, no es mal promedio.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Nicanor Parra: Parranda larga


A estas alturas puede parecer casi inverosímil que Nicanor Parra todavía no haya obtenido el premio Cervantes. Si, para la consecución del galardón, se tomase en consideración la influencia que los candidatos han tenido en la literatura posterior en castellano, pocos autores podrían alardear de un currículum mejor que el del antipoeta chileno. Pero, en realidad, el olvido de los jurados cervantinos es muy comprensible. Puestos a buscar una explicación, es muy probable que la irreverencia absoluta de Parra haya repugnado a los sucesivos responsables de un premio que, a fin de cuentas, tiene una trayectoria algo solemne y académica. Nada menos afín al autor de Poemas y antipoemas que la seriedad y, si su obra sigue disgustando (o no gustando lo suficiente) en ciertos sectores, es que todavía esconde la carga gamberra y explosiva que quiso para ella su creador hace más de sesenta años.
Esta antología recoge poemas desde la prehistoria literaria del poeta chileno hasta los Discursos de sobremesa (2006). Es especialmente interesante, además, la inclusión de dos textos en prosa, uno de ellos el discurso de bienvenida a Pablo Neruda. El poeta chileno siempre demostró una gran ambigüedad en su relación con Neruda. De un lado está la admiración ilimitada que destila el texto en prosa: “Para algunos lectores exigentes, el Canto general es una obra dispareja. La cordillera de los Andes es una obra dispareja, señores lectores exigentes”, sostiene Parra. Pero de otro lado tenemos el humorismo parriano que no perdona a las vacas sagradas de su país, incluido el autor de Residencia en la tierra. El lector que transite atentamente por su poesía, se percatará de las burlas que padece Neruda, o todo lo que él llegó a representar (Ellos, nuestros abuelos inmediatos/ Unos pocos se hicieron comunistas/ Yo no sé si lo fueron realmente/ Supongamos que fueron comunistas/ Lo que sé es una cosa:/ Que no fueron poetas populares/ Fueron unos reverendos poetas burgueses”). Parra es el primer poeta chileno consciente de pertenecer a una tradición poética importante. Antes que él tiene a Mistral, Neruda y Huidobro. La herencia de semejantes padres literarios –la angustia de su influencia- tiene que notarse y, para deshacerse del peso, no parece quedar otro remedio que el camino de la irreverencia:

Durante medio siglo
La poesía fue
El paraíso del tonto solemne
Hasta que vine yo
Y me instalé en mi montaña rusa.

La selección, como decíamos, es muy extensa y cubre toda la producción del autor. Por supuesto, el fundamental Poemas y antipoemas (1954) aparece sobradamente representado con sus piezas más conocidas. En cambio, a la obra de juventud, todavía deudora de influencias lorquianas, le queda poco margen. Otras zonas poco difundidas de la obra de Parra, sí obtienen más espacio. Así, el lector tiene la oportunidad de disfrutar de los Artefactos, experimentos poético-visuales de gran fuerza humorística. Y lo mismo ocurre con la interesante reivindicación de Huidobro en sus últimos poemas de Discursos de sobremesa. Sin duda Parra es mejor crítico cuando habla de poesía en sus antiversos que cuando se ve forzado a hacerlo en prosa.
En el contexto de cierta sociedad chilena, tan propicia a la rigidez, las provocaciones de Parra no pasaron desapercibidas y lo convirtieron en un icono del inconformismo total. Su deconstrucción sistemática de toda clase de ideologías y religiones lleva a pensar si le queda algo en qué poner su confianza, algo en qué creer Tal vez en los últimos años Parra se ha abocado en serio a la defensa de la naturaleza en peligro. Pero no nos engañemos: el ecologismo parriano se alimenta de una creencia tan sólida como negativa: la fe completa en la estupidez del hombre, acaso una de las pocas y precarias ideas que nunca ha discutido el poeta chileno. En efecto: una especie ruinosa del relativismo posmoderno impregna su mensaje. Atravesamos unos tiempos calamitosos/imposible hablar sin incurrir en delito de contradicción. Para no caer en una desesperación tan absoluta como su propio escepticismo, Parra se disfraza en sus poemas de loco, bufón o payaso y se ríe de todo: del psicoanálisis, del marxismo, del cristianismo, del capitalismo liberal, de la familia, de la sociedad, de las mujeres, de la infancia, y, por supuesto, de sí mismo y de la literatura. No hay, en ese afán antiliterario que le caracteriza, nada tan literario, nada tan exquisito y, a la vez, pasado de vueltas, como la antipoesía de Nicanor Parra.

(Nicanor Parra: Parranda larga, sel. de Elvio Gandolfo, Madrid, Alfaguara, 2010)

viernes, 26 de noviembre de 2010

Tobias Wolff: Aquí empieza nuestra historia


Aquí se reúnen por primera vez los cuentos casi completos de uno de los narradores norteamericanos mayores de nuestra época. Tobias Wolff pertenece a la larga estirpe de John Cheever, Raymond Carver, Flannery O’ Connor, Carson Mac Cullers y tantos otros escritores de relatos secos y eficaces, con un sello inconfundible: puro sabor a los U.S.A. Al igual que su contemporáneo Cormac Mac Carthy, Wolff trata conflictos morales a partir de unas historias contadas en un estilo descarnado. Sin embargo, carece de la violencia del autor de No es país para viejos y es más elíptico, menos evidente. Sus personajes, solitarios y soñadores, muchos de ellos mentirosos compulsivos, suelen enfrentarse a circunstancias cotidianas que, de pronto, revelan un  sentido extraordinario.
Los narradores de verdad  tratan a sus lectores como personas inteligentes. Wolff actúa así. A veces un cuento suyo se inicia con un tono objetivo que hay que descifrar con ironía, porque un personaje se retrata con unas pocas palabras: “Mi madre leía de todo excepto libros. Anuncios de autobuses, la carta entera de los restaurantes, vallas publicitarias; si no tenía tapas le interesaba. Así que cuando encontró una carta en mi cajón que no iba dirigida a ella, la leyó. ¿Qué importa, si James no tiene nada que ocultar, fue lo que pensó”. Luego la acción discurre sin aparente rumbo fijo y termina precipitándose en un final elocuente pero nunca fácil ni rotundo. Es raro que la historia acabe trágicamente. La muerte o la desgracia son recursos demasiado obvios. Más bien todo acaba sin acabar, de una forma oblicua y sugerente, como esa escena en la que una discusión conyugal concluye con la habitación a oscuras: el marido espera a su mujer y siente de pronto que alguien, un extraño, se mueve cerca de él.
Alguna vez le preguntaron en España a Tobias Wolff cuánto se metía en la conciencia de sus personajes. “¿Conciencia? Eso son cosas de europeos”, respondió. La respuesta era un poco gallega, porque el escritor se salía por la tangente. Es verdad que él, como narrador, nunca se introduce en conciencias ajenas, pero eso es porque no le hace falta. Sus cuentos nos enseñan a ver lo que está dentro de las personas sin trampa ni cartón: sólo basta una mirada atenta.

Tobias Wolff: Aquí empieza nuestra historia, trad. Mariano Antolín Rato, Madrid, Alfaguara, 2009. 

lunes, 22 de noviembre de 2010

Mario Vargas Llosa: El sueño del celta

 La última novela de Vargas Llosa ha provocado unas expectativas espectaculares, como demuestran los cincuenta mil de ejemplares vendidos en la primera semana de difusión. Al paso que va, es probable que sea la de mayor impacto comercial dentro de la prolífica trayectoria del escritor peruano. Además, como un Nobel de literatura no se concede todos los días, muchos lectores hasta ahora reticentes o desinteresados se verán abocados a la compra de este libro que, una vez más, tiene el sello personal de su creador.
¿Cuál es, pues, ese timbre distintivo, ese “toque” Vargas Llosa? Para empezar, la sobreabundante documentación que avala la historia: viajes al Congo e Irlanda, multitud de libros, artículos e informes leídos, entrevistas y consultas a expertos sobre el tema que se ha de novelar. Después vienen algunas técnicas narrativas probadas en tantísimas novelas suyas: el dato escondido (revelado muy pronto esta vez, por cierto), las historias en paralelo, la sobriedad estilística, etc. Por último, algunos “demonios” obsesivos: la rígida autoridad paterna, la denuncia del autoritarismo, la truculencia sexual, la escritura como desahogo. Realismo externo y brillantez argumental con algunos toques de folletín: ésa es la fórmula que ha condimentado de manera muy consciente con una técnica heredada de múltiples maestros, tanto de la alta literatura como de la cultura popular: desde Flaubert o Faulkner hasta Corín Tellado o las series de radioteatro de su tierra. Las complejidades de la vida interior cuentan poco; la imaginación mítica o la literatura fantástica, menos. Lo que le interesa son los argumentos cargados de golpes de efecto, los enredos violentos y los descubrimientos, casi siempre trágicos y morbosos. No quiere decir esto que el peruano no sea capaz de crear personajes. Sus novelas mejores están pobladas de villanos inolvidables, como el siniestro Cayo Bermúdez de Conversación en la catedral, o el diabólico dictador Trujillo de La fiesta del chivo.
En apariencia, Vargas Llosa ha compuesto su último libro con los mismos materiales que lo han consagrado por todo el mundo. Todo apuntaría a una repetición de esos puntos fuertes como narrador que ya he señalado. Sin embargo, no sólo esta novela es –creo- menos brillante desde el punto de vista estilístico, sino que el resultado de ahora aburre, decepciona, no alcanza las metas que se propone. Sin duda, está lejos del nivel alcanzado en La ciudad y los perros, La guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo y, en cambio, está más próxima a otras obras fallidas. Tratemos de explicar por qué a partir de una breve sinopsis de algunos elementos de la trama.
La acción sigue la vida de un personaje real, Roger Casement, héroe maldito de la independencia de Irlanda. Todo sucede entre 1903, fecha de la llegada al Congo del protagonista, y 1916, año en el que muere ahorcado por traidor a Inglaterra. En este período la novela da cuenta de los pasos del héroe, uno de los primeros europeos en denunciar la barbarie colonial en África. Sobrecogido por la violencia del régimen esclavista de las autoridades belgas, que disfrazaron su codicia bajo la bandera hipócrita del progreso, Casement emitió un informe terrible que agitó la conciencia moral de su tiempo. Poco después, fue enviado por el gobierno de Su Majestad para investigar las atrocidades en la selva amazónica peruana cometidas por empleados de una sociedad cauchera británica. Un nuevo informe suyo sirvió para castigar a los responsables y lo proyectó socialmente, ya que obtuvo el título de Sir. Sin embargo, Casement, espíritu inquieto e idealista, se adhirió al movimiento independentista irlandés y, durante la Primera Guerra Mundial, fue acusado de traidor por conspirar junto a Alemania. La novela se abre justamente en los días anteriores a su ejecución. Así pues, la obra consta de tres partes bien diferenciadas según los espacios por donde transita el protagonista: África, Perú e Irlanda. Acaso la más viva e interesante de todas sea la peruana que, no por casualidad, es la que el autor conoce más de cerca.
Estos son los hechos históricos y los escenarios de los que Vargas Llosa se aparta muy poco. Y ésta justamente es la primera objeción grave que se le puede hacer a El sueño del celta. Al fijarse en su figura principal, casi como de una biografía novelada se tratase, todos los acontecimientos tienen a Roger como protagonista, mientras que el resto –absolutamente todos los personajes- actúa de comparsa. La consecuencia es que muchos capítulos son infinitas secuencias de entrevistas con tal o cual comisionado, o con este peón que vio una atrocidad, ese misionero abnegado o aquel militar destacado en la selva. Con abrumadora monotonía se repiten las referencias de viajes a lugares distintos y los previsibles gestos de asombro ante las atrocidades por parte de Casement, el cinismo de los implicados o la insistencia en el Mal intrínseco del corazón del ser humano. La acción no avanza realmente, ni se bifurca por caminos atractivos y sorprendentes, sino que no hace más que tocar las mismas teclas durante páginas y páginas siempre siguiendo un guión de denuncia histórica no exento de didactismo cultural. Por la misma razón, de vez en cuando, el texto cae en la tentación de explicar al lector quién fue Joseph Conrad (“Era un marino. Apenas se entendía su inglés, por su acento polaco tan fuerte (…) pero escribe de manera celestial, nos guste o no”) o por qué se produjo la expulsión de los jesuitas, con razones, por cierto, inexactas. Otros leit motive fatigosos son las expresiones de que “la salud del protagonista iba de mal en peor”, los recuerdos de la madre muerta tempranamente o las referencias al “diario negro” de Casement en donde, al parecer, contó sus experiencias de pederasta y homosexual.
Este último dato, que brinda tres o cuatro escenas de crudo naturalismo al lector, es casi el único en donde se entra en la intimidad del personaje. “Las mejores novelas son siempre las que agotan su materia, las que no dan una luz sobre la realidad, sino muchas”, ha afirmado alguna vez Vargas Llosa. Por eso, para proponer un lado de sombra en medio de un relato que, de otra forma, parecería el de una santidad laica, se ha subrayado la inclinación a la pederastia por parte de su personaje. Para Vargas Llosa la mayoría de las aventuras sexuales de Casement fueron inventadas por él, pero esto no hace sino aumentar la complejidad de un carácter que la novela –me parece-, no acaba de agotar ni mucho menos.  La explicación de su tendencia homosexual por una especie de complejo de Edipo resulta, como mínimo, simplificadora. Por lo mismo, es un tanto extraña la ausencia de remordimientos en un personaje tan imbuido de la moral de su tiempo.
Tampoco está claro el giro nacionalista de Casement, provocado en su madurez al conocer las atrocidades del Congo y Perú. Sin embargo, por muchos atropellos que cometieran los ingleses en Irlanda, es difícil pensar que Casement se convenciera de que las situaciones eran idénticas.
Acabo de señalar que la pederastia es “casi” el único dato íntimo de este aventurero volcado al exterior a lo largo de su vida. El otro punto de referencia es su inquietud religiosa, que se refleja en su vuelta a la religión católica en los momentos próximos a su muerte. Vargas Llosa no sólo se ha documentado sobre historia colonial, sino que ha tenido en cuenta algunos clásicos de la literatura espiritual como la Imitación de Cristo, texto que lee y relee Casement en la cárcel. En llamativo contraste con algunos libros canónicos del autor peruano, aquí aparecen numerosos eclesiásticos católicos –misioneros y confesores. Todos ellos reciben un tratamiento muy positivo; casi diríamos que constituyen la excepción moral al ambiente depravado que Roger encuentra en África y la selva peruana. Es posible que, de esta forma, se trate de explicar una de las causas de la conversión final (o el retorno a la fe, más bien) del protagonista. Por cierto, las páginas dedicadas a las últimas horas del condenado son intensas y dramáticas, acaso lo mejor del libro. Se entienden la seriedad del momento, los diálogos con los sacerdotes y con el verdugo, la atención a los pequeños detalles que tanto se echan en falta en otros momentos para dar más vida a la acción. Vargas Llosa aquí demuestra sus dotes de narrador clásico. Quien tuvo, retuvo. 

Mario Vargas Llosa: El sueño del celta, Barcelona, Alfaguara, 2010, 451 págs.
Publicado en Aceprensa.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Alfredo Bryce Echenique: Las infames obras de Pancho Marambio


La fábula del rey desnudo conviene, de una vez por todas, a la literatura del añorado autor de Un mundo para Julius. De momento todavía se sigue esperando una novedad que lleva décadas sin llegar: todos sus libros tienen la misma impronta, con mayores caídas si cabe. ¿Seguirá siempre por este mismo camino? Lo único seguro es que esta novela, como las otras anteriores, no ha sido un plagio de otros autores: Bryce se plagia a sí mismo, interminablemente.
El argumento tiene el sello típico de los libros publicados por Bryce desde hace  más de un cuarto de siglo. Un rico abogado limeño llega a Barcelona dispuesto a comprar una casa en donde vivir un retiro dorado tras décadas de trabajo fructífero. La adquisición parece fácil, pero todo empieza a fallar cuando encomienda la reforma de la vivienda a un arquitecto sin título, un tal Pancho Marambio. Al darse cuenta de que ha sido víctima de un chapucero, se da a la bebida. Normalmente suele haber motivos más fuertes para convertirse en borrachín, pero da igual. El protagonista entra en un proceso de autodestrucción de la que sólo sale al final sin que se sepa muy bien por qué. La novela no lo aclara, aunque también es cierto que antes ha dejado muchos cabos sueltos. No se sabe la razón de que el amigo “bueno” de Buenaventura (así se llama el nuevo antihéroe de Bryce) le haya recomendado al tal Pancho Marambio y, diez páginas más tarde, le diga que tenga cuidado con él. Tampoco se entiende por qué a mitad del libro llega su novia de juventud de no se sabe dónde, que luego se separen y que, por último, ella lo espere a la salida de la clínica de desintoxicación. Pero la mayor de las lagunas la compone el personaje principal, él mismo convertido en un mar de inexactitudes: al parecer, no tomado alcohol en toda su vida y, por culpa de un disgusto inmobiliario, se convierte en alcohólico irredimible (es que uno no se puede fiar de los gremios). En el libro se insiste en que hay un elemento genético, hereditario, pero no estoy seguro de que, después de cincuenta y tantos años de vida intachable, esto sea del todo verosímil. ¿De verdad que antes no había probado ni una gotita? Por cierto, tampoco sabemos de dónde ha sacado una fortuna tal nuestro amigo abogado ni por qué se habla tanto de su fuerte personalidad. Vale: por un momento, vamos a creernos que la traición de un amigo de quinta fila como Pancho lo conduce a un suicidio en vida. Pero lo increíble es que no haya probado la bebida antes, con la cantidad de problemas que padece una persona normal en medio siglo de existencia.
Una vez más hay que lamentar el progresivo deterioro de calidad de la producción literaria de Bryce Echenique. No sólo repite con autocomplacencia el mismo tipo de protagonista (a saber, varón culto, bondadoso, viajero, alcohólico, mujeriego y patético), sino que su prosa presenta síntomas de un nulo vuelo imaginativo. No hay un mínimo trabajo descriptivo y se desaprovechan situaciones como las que podría crear el personaje de Pancho, un pícaro casi fantasmal dado el poco juego que se le saca. El estilo se ha vuelto gramaticalmente incorrecto en demasiadas ocasiones y el autor incurre en comentarios de principiante: “El Callao, el puerto de la ciudad de Lima” dice en una ocasión. Es como si en la edición peruana se hubiera declarado que la Ciudad Condal es mejor conocida como Barcelona. Para qué seguir. En teoría el autor ha tratado de escribir un descenso a los infiernos, pero no llega a tanto: es el borrador de la bajada al purgatorio.

Alfredo Bryce Echenique: Las infames obras de Pancho Marambio, Barcelona, Planeta, 2007.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Rodrigo Fresán: El fondo del cielo

La ciencia ficción ha tenido un cultivo más bien escaso en el mundo hispánico, sobre todo si la enfrentamos con los fecundos resultados producidos en otros ámbitos como en la literatura de habla inglesa. Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) ha planteado su última novela como una suerte de homenaje al género. El resultado es una marisma de fragmentos narrativos que se ofrecen al lector para que trate de reconstruir el cuadro si se ve capaz y se encuentra con fuerzas.
En la primera parte dos adolescentes judíos y neoyorkinos, Ezra e Isaac, se conocen gracias a su pasión por la ciencia ficción y comparten experiencias con otros muchachos de su edad. En cierta ocasión se enamoran de una misteriosa muchacha –Ella- que los fascina hasta tal punto que nunca llegarán a ser los mismos. Al llegar a la segunda parte, el hilo de la acción se quiebra y toman la palabra dos nuevos narradores que se alternan sucesivamente. De un lado, un soldado norteamericano enviado a Irak; de otro, un extraterrestre        que contempla el mundo de los humanos desde su planeta solitario, Urkh 24. Poco a poco, abriéndose paso entre la maleza de la novela, el lector va recomponiendo a duras penas las relaciones secretas entre las dos partes (por ejemplo, el planeta del extraterrestre ya se cita en la primera parte) y llegamos a la tercera y última sección, en donde toma la palabra la muchacha innominada en la historia de Isaac y Ezra: la “Chica Rara”, como se la llama en alguna ocasión. A partir de aquí sobreviene una extensa cascada de fragmentos alrededor del amor entre los muchachos, el atentado de las torres gemelas, un cuadro de Rothko o el tema del fin del mundo, o de los muchos finales, como  se repite con insistencia (si somos coherentes, la existencia de un final anula la existencia de otros finales, pero la lógica no predomina en la novela).
El fondo del cielo es, desde luego, un proyecto ambicioso y complejo. El autor, en el largo epílogo que se dedica a hablar de su propia obra, explica que más que una novela de ciencia ficción, ha intentado hacer una novela con ciencia ficción. Ciertamente se trata de un experimento que reflexiona una y otra vez sobre el género, además de amontonar referencias y alusiones al arte abstracto, el cómic, la cultura pop y el cine. Sin embargo, el tono no es necesariamente intelectual, sino que se aproxima al de un delirio irracionalista casi siempre. De hecho, uno de los principales defectos de la novela está justamente en su monologismo: es decir, aunque Fresán maneja varios narradores, todos tienen el mismo timbre, todos parecen el mismo personaje, todos –desde el Extraterrestre a la Chica rara- son, en definitiva, la voz de su amo: el autor.  Esto no tiene que ser malo en sí: las novelas poemáticas (las de Virginia Woolf, pienso ahora) suelen brillar con una sola voz. Pero aquí, me temo, la voz es demasiado narcisista. Es lo que se advierte en los soliloquios, tediosos y enrevesados en su sintaxis, lo que acaba conduciendo hacia la vaciedad conceptual. Sobran palabras por todos lados, como se aprecia en este ejemplo: “Se puede sobrevivir a la certeza de que una determinada mujer es la más hermosa que jamás se ha visto, sí; pero es tanto más difícil seguir viviendo luego de experimentar el convencimiento absoluto de que esa mujer es y será, también, la más hermosa que jamás se verá en toda la vida”. Uf.
Otro obstáculo grave para la legibilidad del texto reside en su desesperante desinterés por una trama mínimamente consecuente. Fresán -insisto- no se acaba de instalar en una novela poemática, en donde la validez del lenguaje es suficiente aliciente por sí mismo. En su novela hay acción, pero está tan desdibujada por las digresiones (algunas didácticas, otras incoherentes) y tan desnuda de referencias espaciales y temporales que el conjunto resulta difícilmente creíble.
   
Rodrigo Fresán: El fondo del cielo, Barcelona, Mondadori, 2009, 272 págs.

martes, 16 de noviembre de 2010

C.Virgil Georghiu: La hora veinticinco

En el momento de su aparición, durante los tiempos más intensos de la Guerra Fría, esta novela causó una profunda impresión en Europa occidental. Su autor, un exiliado rumano residente en Francia, aseguraba haberse basado en su propia vida de prisionero en los campos de concentración.
Estamos en 1940. El protagonista es Johann Moritz, un campesino rumano que, de pronto, se ve acusado falsamente de ser judío. El gobierno filofascista lo manda a un campo de trabajo, del que se escapa al cabo de unos meses. Pasa a Hungría, donde de nuevo es detenido, encerrado y torturado. Vuelve a huir, pero, a partir de aquí, es victima de una sucesión de ascensos y caídas, puestas en libertad y detenciones incomprensibles (para él, hombre sencillo e ingenuo). Sus peripecias vitales por la Europa de la Segunda Guerra Mundial le ponen a prueba a él, y a todos sus allegados: sus padres, campesinos humildes; su esposa Suzanna, ejemplo de mujer dulce y fiel; el padre Koruga, su director spiritual; o Traian, su amigo íntimo, el intelectual que traduce las ideas subyacentes en el libro.
La hora veinticinco es una poderosa novela de tesis que alerta de forma visionaria contra la disolución de un modo de vida humanista y religioso en el siglo de la modernidad. El fascismo, el comunismo y el capitalismo serían ideologías enfrentadas pero que compartirían el mismo menosprecio por el individuo, reducido a mero número estadístico para la demostración de teorías raciales, marxistas o mercantilistas.
Leída con la perspectiva de hoy, tal vez las tesis proféticas de Georghiu han perdido vigencia. Pensar, por ejemplo, que la salvación de Europa estará en el espiritualismo oriental, como se afirma en repetidas ocasiones, contrasta con la realidad actual de la China neocapitalista. Y, sobre todo, aunque no son erradas las críticas de Georghiu al maquinismo deshumanizador, tal vez hoy en día el problema moral al que se enfrenta la civilización occidental no está en las ideologías que menosprecian el valor de la persona singular, sino, más bien, en una mentalidad liberal a ultranza sostenida por el único principio del placer individual.
Sin embargo, como novela en sí misma, La hora veinticinco posee una fuerza trágica extraordinaria. Conforme avanza la historia, el lector asiste a una espiral siniestra de la que los personajes no pueden salir. Una atmósfera progresivamente kafkiana lo impregna todo, con la diferencia de que Georghiu no habla mediante símbolos como el autor de El proceso. Su historia es irresistiblemente concreta y su mensaje, aun siendo durísimo, está empapado de la fe cristiana. “Estamos subiendo el Gólgota a toda velocidad”, dice Traian, el álter ego del autor. Ciertamente a La hora veinticinco se le pueden seguir poniendo reparos, también desde el punto de vista literario: por ejemplo, quizás hay demasiadas casualidades en esa cascada de azares y desgracias que, al ser tantas, acaban por ser previsibles. Sin embargo, la fuerza de la historia es tal que, pese a las limitaciones señaladas, su lectura continúa siendo conmovedora y ejemplar. 

C.V. Georghiu: La hora 25, Madrid, El buey mudo, 2010.
Publicado en Aceprensa

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Nélida Piñón: Aprendiz de Homero

 Los libros de ensayo firmados por escritores debieran tener, al menos, una doble virtud. De un lado, tendrían que mostrarnos sus juicios sobre otros libros y autores. Cuando su conocimiento es inteligente y está bien expuesto, como sucede, por ejemplo, con Mario Vargas Llosa, Octavio Paz o Pedro Salinas, la experiencia vale la pena. Pero, además, por otra parte, esas mismas opiniones debieran servir para conocer mejor el mundo literario de los propios creadores. En este sentido, quizá sí pueda ser útil la lectura del libro de la multipremiada escritora brasileña.
Aprendiz de Homero reúne un conjunto de ensayos de variado origen, en donde la autora repasa sus gustos literarios, expresa algunas reflexiones acerca del acto de escribir y desarrolla algunas inquietudes teológicas y políticas que la han acompañado a lo largo de su vida. En los artículos dedicados a sus lecturas, llama la atención su preferencia por los clásicos: Homero, Cervantes, las Mil y Una noches, Machado de Assís, García Márquez, etc. Sin embargo, la exposición es farragosa y sus ideas, convencionales. La autora salta de una opinión a otra con la misma facilidad con que cambia de párrafo a otro sin ilación alguna. Y la lectura de cualquiera de los ensayos dedicados a los grandes autores no depara ninguna idea coherente u original, sino más bien un torrente confuso de metáforas y ocurrencias en donde, de vez en cuando, se atisba algún lugar común. Así, por ejemplo, del carácter de don Quijote aprendemos que ama a una mujer ideal, no carnal, o de Sancho que su corporeidad se enfrenta al idealismo de su señor.
El centrifugado de ideas recibidas continúa en aquellos otros ensayos en los que la autora se dedica a exponer lo que piensa acerca de la escritura: que si ésta es un ejercicio de conocimiento, que si la literatura brota de todas las épocas, que si es una práctica de tolerancia… El problema de los tópicos, a veces, es que muchos de ellos se contradicen, como cuando decimos que el deporte es lo mejor para la salud y en otra ocasión aseguramos que no lo es. Las dos frases son lugares comunes. En Nélida Piñón sucede igual: su atracción por los tópicos es tan flagrante que al principio de un párrafo afirma: “Hace mucho tiempo que sé que la escritura no salva al escritor” y doce líneas después concluye que la literatura tiene por misión “salvar, en fin, los seres trágicos que somos” (págs. 69-70).
Menos intrincados, aunque no por ello menos políticamente correctos, son los artículos sobre temas extraliterarios. En aquellos que toca asuntos bíblicos, demuestra tanto su fuerte sensibilidad feminista como su escasa información teológica y hermenéutica. En general, su erudición no pasa de discreta, como cuando confunde una cita de Quevedo con una de Calderón o se olvida de tantas mujeres del Antiguo Testamento que no se corresponden con el arquetipo que ella señala en Sara.
Una última observación sobre este libro que añade poco a una escritora muy reconocida en su país y que ha obtenido toda clase de galardones fuera de él. Se trata de un conjunto de ensayos de procedencia heterogénea. Aunque Nélida Piñón no lo declare en ningún momento, algunos capítulos son discursos en la entrega de algún premio y otros sencillamente nacen de una mera efusión amistosa, como el que dedica a Carlos Fuentes, en donde, de pasada, la autora recuerda que ella disfrutó de una beca en Estados Unidos concedida a “futuros líderes de América Latina” (sic). 
Nélida Piñón: Aprendiz de Homero, Madrid, Alfaguara, 2008, 304 págs. Publicado en Aceprensa.

martes, 9 de noviembre de 2010

José Maria Eça de Queirós: Alves y compañía

Durante el siglo XIX los novelistas descubrieron el filón de la vida matrimonial y sus conflictos para esbozar un retrato de la burguesía de su tiempo. Las dificultades llevadas hasta el adulterio sirvieron de base para novelas fundamentales como Madame Bovary, Anna Karenina o La Regenta. En el vecino Portugal, un narrador extraordinario hizo lo propio en su juventud con El primo Basilio, una magnífica recreación lisboeta del tema. Pero el tono amargo que imprimió al enredo, tono que caracterizó a su primera época de creador, fue suavizándose con los años y, al final de su vida, volvió al asunto desde una óptica distinta, más amable y positiva.
Este libro fue publicado póstumamente por primera vez en 1924, cuando el hijo del escritor encontró su manuscrito en el fondo de una maleta olvidada que contenía otros muchos inéditos. En Alves & compañía Eça de Queirós decidió dar una vuelta de tuerca al tópico decimonónico del adulterio y poner su atención en el marido agraviado, en vez de en la esposa infiel. Godofredo Alves es un honrado hombre de negocios que descubre un día que socio le traiciona con su mujer. Como tantos maridos imaginados por Tolstoy, Clarín, Flaubert y el propio Eça, se trata de una buena persona, aunque algo mediocre intelectualmente y con un punto romántico que le incita a la violencia. Sin embargo, la solución final rompe con la tragedia y se decanta por la reconciliación, el perdón mutuo y la existencia feliz en común. Bajo la aparente ligereza del argumento (un caso de infidelidad resuelto con un happy end), la novela juega con un lugar común del realismo más agrio de la época y le da un toque optimista, como si el escritor se sintiera de vuelta de las visiones críticas de su juventud. Ser realista no equivale a ser pesimista siempre, sino también a mirar el lado luminoso de la vida.
Alves & compañía no es la obra maestra del gran escritor portugués. No alcanza el nivel de sus novelas mejores, como El primo Basilio, La ilustre casa de Ramires o Los Maia. Sus dos capítulos finales dan la impresión de que la acción se acelera demasiado, como si fueran tan sólo un esquema de lo que había de ser un proyecto más grande y que la muerte del autor cortó definitivamente. Sin embargo, sus mejores dotes siguen presentes: la aguda ironía, el estilo elegante y la capacidad de pintar ambientes. Nadie como Eça de Queirós es capaz de evocar una tarde de sol sofocante en Lisboa. Sólo por estas razones su lectura vale la pena. Y no digamos de las otras novelas que ya he mencionado...
 (José Maria Eça de Queirós: Alves & compañía, Barcelona, Alba, 2007. Publicado en Nuestro tiempo)

jueves, 4 de noviembre de 2010

Memento mori, de Muriel Spark

Unos viejitos de buena posición, todos ellos amigos o familiares entre sí, comienzan a recibir llamadas telefónicas en las que un desconocido sólo les susurra: "Recuerda que debes morir", y cuelga. Enseguida comienzan las reacciones dispares de unos y otros, desde la indiferencia hasta el pánico contenido. Como en otras novelas de la misma autora, la sencillez extrema con que va contando pequeños sucesos se va enredando a medida que sus personajes, tan insignificantes en apariencia, van adquiriendo una complejidad inesperada. Es una novela breve y, sin embargo, cuánta densidad en las subidas y bajadas de unos y otras. Una anciana medio tonta al comienzo de la novela se va transformando hasta erigirse en uno de los seres más sabios; su esposo, que tan seguro parece en su primera aparición, se va derrumbando ante el lector hasta convertirse en un pobre diablo. Y, por encima de todo, esa danza de la muerte en clave irónica, que convoca a ricos y pobres, a listos y estúpidos, a canallas y espíritus nobles.
Como su amigo Evelyn Waugh, Muriel Spark fue una escritora británica que hizo compatibles convertirse al catolicismo y exhibir una tremenda mala leche. En realidad, es una satírica que azuza, desde su perspectiva, una sociedad superficial y egoísta. A la pregunta de cómo enfrentarse a la muerte, esta novela ofrece distintas respuestas según las actitudes de cada quién. Spark fue una narradora inteligente y vivió mucho. Por eso no cae ni de lejos en la trampa de la moralina ni regala soluciones de manual, pero esparce aquí y allá momentos divertidos, escenas de tensión y frases brillantes. Como dice uno de los personajes (no por casualidad, un detective jubilado): Si volviera a vivir mi vida, adquiriría la costumbre de pensar por la noche en la muerte. No existe otra práctica que intensifique tanto la vida. La muerte, cuando se acerca, no lo debería coger a uno por sorpresa. Debería formar parte de una expectativa total de la vida. Sin una sensación siempre presente de la muerte, la vida es insípida.

M. Spark, Memento mori, Barcelona, Plataforma, 2010, 276 págs.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Claudia Piñeiro: Las viudas de los jueves


Tras un tiempo de cierta apatía en el mercado español por la literatura argentina reciente, en los últimos años algunas editoriales han empezado a apostar por títulos que no sólo nos devuelven a los nombres consagrados, sino que descubren las novedades más interesantes. Esta excelente novela  fue galardonada con el premio Clarín de novela 2005 y ha conocido una versión cinematográfica más bien discreta. 
Escrita de forma ágil y organizada en torno a una estructura muy bien trabada, se describe en ella la vida aparentemente idílica en un “country” porteño, una urbanización cerrada para ricos, durante la Argentina de los años noventa. Es notable, por cierto, cómo esta época de enriquecimiento fácil y pocos principios morales ya ha dado frutos atractivos en la literatura o en el cine con películas de éxito comercial como El mismo amor, la misma lluvia o Luna de Avellaneda.
En Altos de la Cascada, una exclusiva zona de acceso restringido, habitan unas cuantas familias que llevan un mismo estilo de vida y desean mantenerlo a toda costa. Allí, un grupo de amigos se reúne todos los jueves en casa de uno de ellos, lejos de sus respectivas esposas e hijos, para cenar, beber y divertirse. Sus mujeres se resignan, distraídas como están con sus compras, el cuidado de sus jardines o sus clases de filosofía oriental. Se llaman a sí mismas, bromeando, “las viudas de los jueves”. Todo transcurre en una idílica burbuja, sólo sacudida muy de vez en cuando con ocasionales incidentes en alguna familia que son semiignorados entre los demás vecinos para que no se perturbe la paz general. Pero una noche se produce una tragedia que destapa el lado oscuro de la vida en la que están todos inmersos.
El relato, que algo tiene de policial en su estructura, sigue los destinos de unos pocos personajes representativos a través de una forma objetivista y extraordinariamente eficaz, puesto que prescinde de moralinas en una historia que contiene un profundo sentido ético. Ese estilo seco y gráfico que exhibe la autora puede recordar en ocasiones al de cierta narrativa norteamericana (Cheever, Capote), a algún maestro argentino (Manuel Puig), así como a su propia formación de guionista de televisión.
Al mismo tiempo, mediante la organización de unos capítulos breves que sólo superficialmente parecen no tener que ver entre sí, se hilvana una historia que, poco a poco, se va concretando en torno a una trama coherente y cerrada. A lo largo de las páginas se muestra con agudeza y veracidad el drama de tantas familias actuales que carecen de recursos humanos y morales para enfrentarse a situaciones difíciles. Además, Claudia Piñeiro manifiesta una sensibilidad particular para reflejar un conflicto en relación con otras situaciones frecuentes. Así sucede con las separaciones y las reacciones de parientes y amigos, la violencia doméstica en relación con las frustraciones matrimoniales o las rebeliones adolescentes vinculadas a la desatención paterna. 
Sin embargo, uno de los puntos más sólidos de esta novela reside sobre todo en la inteligente pintura de la Argentina que va desde el ascenso de Ménem hasta el famoso corralito, cuyas consecuencias nefastas todavía sufre el país. El ambiente hipócrita de tanta gente que vive de espaldas a la realidad está magníficamente representado. Es esa mentalidad que calma su conciencia hablando piadosamente de “nuestros pobres” para referirse a la vecina barriada de casas modestas, mientras les separa un muro de hormigón y vigilantes armados. Para colmo, la propia amoralidad del sistema acaba pasando factura a quienes se benefician de él, ya que, como reflexiona uno de los pocos personajes medianamente lúcidos de la novela, antes “la plata tardaba más tiempo en pasar de mano en mano. Había familias conocidas nuestras, de mucho dinero, apellidos repetidos en distintas combinaciones dobles, generalmente gentes con campos”. Luego “tenían que pasar dos o tres generaciones para que la plata que se creía segura resultara no serlo. En cambio, en los últimos años, la plata cambiaba de dueño dos o tres veces dentro de una misma generación, que no terminaba de entender lo que estaba pasando”. En efecto: ese no entender, esa inconsciencia de los personajes no consiste sólo en vivir sin darse cuenta de la miseria real más allá de la paradisíaca urbanización, sino también en trabajar de una forma inmoral, sacando partido de negocios oscuros mientras se disfruta obscenamente de una escandalosa calidad de vida. Más tarde, cuando el país se derrumbe económicamente, también los ricos llorarán, víctimas ellos mismos del sistema improductivo en el que estaban encerrados. Y es entonces cuando se desplomarán también las caretas y se revelarán las verdades más amargas para muchos. El diagnóstico final quizá no sirva sólo para comprender mejor la desdichada situación argentina, sino también para acercarse al auténtico perfil de la mentalidad hedonista que caracteriza a nuestras opulentas sociedades occidentales. Vivir con mucho dinero y sin valores también tiene sus riesgos, y no sólo los derivados de la renta variable.
(Las viudas de los jueves, Madrid, Alfaguara, 2007, 246 págs.)Publicado en Aceprensa

martes, 2 de noviembre de 2010

Fred Chapell: Me voy con vosotros para siempre

La primera vez me llamó la atención su título: Me voy con vosotros para siempre (un diez para el traductor, Eduardo Jordá: el original es I am One of you Forever). Luego abrí una de las primeras páginas y leí: En 1940, mi padre todavía era un hombre impulsivo (tenía treinta años). También era inquieto, y quizá necesitaba rebelarse contra el yugo de la familia de mi madre. La verdad es que no sólo se había casado con mi madre, sino también con mi abuela y con la mula y los dos caballos viejos, y con las vacas y las gallinas, y con dos establos deteriorados y los cien acres de terreno rocoso de una granja de montaña en Carolina.
- He tardado muchísimo en leerlo - me dijo M.R-. De tanto que me estaba gustando, me daba pena que se terminara.
Yo también he tardado cerca de un mes en terminarlo. Lo abría por la noche, en la cama, me reía un par de veces y luego me quedaba dormido. Es ésta una manera muy original y agradable de que te venga el sueño que aconsejo a todos los que tienen problemas de insomnio.
Las memorias de infancia siempre me han parecido apasionantes, acaso porque lo más interesante de la vida le sucede a uno entre los tres y los doce años de edad. Luego todo se estropea. Las de Fred Chapell tienen la ventaja de que son inventadas, lo que permite al escritor hacer labor de poda y abono con sus propios recuerdos. El desfile de parientes locos y extravagantes es delicioso y , si hay tristeza en el libro (como tiene que ser y por respeto a la verdad de la vida), el resultado rebosa vitalidad y optimismo.